Hace ya unos cuantos meses tuve la suerte de visitar un lugar muy especial, un lugar lleno de misterio, oscuridad, polvo y ruinas, de esos a los que probablemente nunca te atreverías a ir sólo.

Afortunadamente me encontraba acompañado de un grupo de buenos fotógrafos y que además admiro.

Para alguien como yo, acostumbrado a salir a disparar habitualmente sólo, fue una experiencia tan novedosa como especial. Verifiqué que cuando uno comparte una pasión con compañeros de viaje con las mismas inquietudes, la experiencia se vuelve sin duda mucho más grande y especial.

Cada uno con su mirada, cada uno con su método y su equipo, pero todos entregados al máximo, a pesar del frío, del cansancio e incluso del hambre (después de más de 7 horas seguidas sin descanso), y todo ello sin esperar nada a cambio, sin perseguir ningún otro beneficio que no fuera el puro y llano amor hacia la fotografía.

Se trataba de un conjunto de viejos edificios abandonados, antiguas viviendas, repletas de objetos, en definitiva de un escenario lleno de posibilidades fotográficas.

Resultaba inevitable imaginar la vida de sus antiguos ocupantes y, en algunas de las estancias, se podían encontrar incluso viejas fotografías familiares.

Uno sentía una mezcla de entre fascinación y tristeza que lo llevaba a especular sobre el porqué alguien podía haber olvidado allí las fotografías de sus seres queridos. Quizás simplemente se tratara de personas mayores que abandonaron este mundo dejando atrás sus pertenencias materiales y tantos recuerdos.

Todo ello se mezclaba con aquella atmósfera castigada por la crueldad del paso del tiempo, la erosión de la climatología era palpable en las paredes, en los muebles, así como la humedad, los hongos, etc.

Pero sin duda alguna, lo que para mí hacía que ese lugar fuera tan especial era la forma en como la luz parecía estar librando una batalla por existir, por abrirse camino entre la oscuridad y a pesar de ella, en espacios cerrados, entre los viejos objetos, a través de ranuras de portones de madera podrida en ventanas, por los cristales rotos y polvorientos de los lucernarios…

Fue aquella presencia de la luz, tan dramática como digna, lo que me captivó des del primer momento.

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