Aquella roca parecía tener vida propia y parecía consciente de mi presencia en la playa.
Existe una cala al norte de la isla de Menorca, llamada Cala Pregonda, en la que sólo se puede acceder después de caminar aproximadamente durante unos 40 minutos.
Siempre intento llegar al lugar de la foto una hora antes de la salida del Sol, cuando el cielo se empiezan a mezclar los azules intensos con malvas y naranjas. Esto me obligaba, teniendo en cuenta el lugar de la isla donde yo estaba instalado, a levantarme a las 4:00h de la madrugada, a conducir de noche por estrechas carreteras hasta el lugar más cercano a la cala donde poder aparcar el coche y a caminar por la costa linterna en mano durante un buen rato.
El momento previo a la salida del Sol es una hora mágica en la que progresivamente el mar se va volviendo de un color plateado intenso que refleja los colores y que hace que el horizonte se funda con el mar y el cielo. Se trata de un momento fantástico para fotografiar rocas emergentes del mar, ya que parece que los elementos floten en el espacio, y las imágenes suelen llenarse de una estética de ingravidez muy atractiva.
De camino hacia Cala Pregonda, con el Faro de Cavallería al fondo
Una de las ventajas de madrugar tanto, es que las localizaciones suelen estar desiertas de gente cuando uno llega, especialmente si son destinos turísticos (a los turistas no les gusta madrugar durante las vacaciones).
De modo que la completa soledad del lugar sumada a la calidad de las primeras luces del día crean un escenario perfecto y deseado por todo buen fotógrafo de paisajes. Son momentos en los que uno dejaría la cámara a un lado y se quedaría simplemente contemplando la escena, si no fuera porque esa luz mágica es también fugaz, dura sólo unos minutos y hay que ir al grano.
Pero en aquella cala algo era diferente.
En todos los amaneceres y en todas las localizaciones a uno le suele invadir una sensación placentera de serenidad y paz interior generadas por momento y la belleza del paisaje, pero en aquella cala había algo más.
Era una roca, una especie de monolito aislado en el mar, que se encuentra en el punto más lejano de la cala. No era la primera vez que la veía, ya la había visto antes en las imágenes de alguno de los maestros de la fotografía que sigo.
Pero su presencia en directo me impresionó más de lo que me esperaba.
Tenía una especie de magnetismo, un poder atrayente que se iba haciendo más intenso a medida que me iba acercando.
La roca de Cala Pregonda en una vista desde la playa
Era sorprendente, extraño y yo intentaba encontrar una explicación mínimamente racional al por qué de aquella percepción.
¿Sería por la morfología singular de la roca algo inquietante en forma de horca? … ¿Sería que mi subconsciente la estaba asociando al poderoso monolito de «Space Odyssey»? … Podía ser que toda hito en un paisaje generara una atracción estética? … sin embargo aquella no era la primera vez que yo fotografiaba hitos en la costa …
Aquella roca parecía tener vida propia y parecía consciente de mi presencia, así que de pronto me pareció que no estaba solo en la playa.
Al principio fue una sensación de enorme respeto, de un ligero temor incluso, y un escalofrío me recorrió toda la espalda poniéndome por unos momentos la piel de gallina.
El tiempo parecía haberse detenido y yo estaba confuso.
La roca parecía conocerme bien, miraba dentro de mí con intensidad y lo sabía todo de mí, era imposible esconder nada. Me abría, me reflejaba como un espejo y me mostraba rincones ocultos de mi interior que ni siquiera yo mismo conocía.
Mientras tanto, yo intentaba asimilar la experiencia y centrarme en hacer fotografías.
La roca desde otro punto de vista, donde todos los elementos parecen conducir hacia el monolito
Al cabo de un rato, la sensación inicial de temor desapareció y poco a poco fue convirtiéndose en confianza y volvieron la serenidad y la paz interior.
La roca y yo nos reconocíamos mutuamente, sin palabras me habló de mí y me pareció que en ella cabía todo: yo, toda la humanidad y todo el Universo, y en ese momento percibí como todos y todo somos lo mismo.
Aquella roca me mostró la Unidad de la que todos venimos y a la que todos vamos, un lugar infinito, sin tiempo, donde todo está bien, imposible de describir con palabras.
Fue una experiencia que tuve la primera vez que la vi y que se repitió cuando volví al cabo de dos años, aunque la segunda vez no sentí temor alguno.
Una gaviota descansa sobre el punto más alto de la roca
La roca de Cala Pregonda justo en el instante antes de la salida del Sol